Mariposas y bosques nublados
Desde la carretera vimos también los tejados de las casas de Pampagrande, pueblo donde el naturalista francés Alcide D’Orbigny realizó interesantes estudios científicos, que narra en su célebre obra “Viaje a la América Meridional”, impresa por primera vez en el siglo dieciocho.
Cuando pasamos por la población de Mataral, que lleva a Vallegrande y a otros importantes pueblos de la zona de los valles meso-térmicos, recordé que el lugar alberga importantes yacimientos arqueológicos, que ojalá sean estudiados y protegidos con mucha más atención.
Prosiguiendo con nuestro trayecto pasamos por los caseríos de A. del Quiñe, (donde hay letreros que informan sobre una fascinante área protegida llamada de Jardín de Cactáceas) La Palizada, San Isidro y Tambo.
Después de detenernos en varias ocasiones para fotografiar la belleza de los paisajes que iban surgiendo, nos detuvimos en el plácido poblado de Comarapa, donde compramos algunas frutas y nos enteramos de la existencia de la gran represa de La Cañada, construida para irrigar la producción agrícola de la región. Luego de dejar para atrás esta pequeña ciudad, empezamos a subir por un camino serpenteante cubierto de una gruesa capa de un polvo tan fino, que parecía azúcar impalpable. Las llantas de los vehículos que transitaban por este accidentado trecho de la carretera antigua a Cochabamba, hacían que se levantase una espesa polvareda que nos impedía la visión casi completamente, obligando a Hélio a esforzarse al máximo para ver la ruta. Camiones, buses y automóviles se tornaban casi invisibles por algunos momentos, mientras ascendíamos en medio de admirables panorámicas que sólo conseguíamos percibir tenuemente, detrás del movedizo velo de polvo que nos rodeaba.
Finalmente, después de superar una pavorosa subida de más de una hora, en la que tuvimos que esquivar algunas vacas que exponían su vida en el camino, llegamos a un hermoso paraje cubierto de árboles y espesas nubes saturadas de agua, que le concedían un aspecto misterioso y fantasmagórico.
Era el misterioso y sorprendente bosque nublado de La Siberia, localizado en la frontera sur del Parque Nacional Amboró; uno de los más grandes santuarios de vida silvestre del continente.
Fábrica de lluvia
Allí nos encantamos con retorcidos árboles de curiosas formas y pequeño tamaño, que me hicieron pensar en esculturas fantásticas de un reino de fantasía. Mientras las nubes revoloteaban como libélulas gigantes sobre nosotros, no dejábamos de maravillarnos con la enigmática magia de ese lugar. Es que como estábamos a 3480 metros sobre el nivel del mar, nos sorprendía ver la exuberante vegetación tropical que crecía a esa altitud, pues no combinaba con la visión convencional que teníamos de los Andes.
En ese momento tuve la impresión de que La Siberia era una verdadera fábrica de lluvia, un poderoso manantial que abastece del líquido elemento a una vasta región de Bolivia, generando una nubosidad constante que irriga la tierra con generosidad.
A partir de ese extraordinario y fascinante lugar, el descenso se fue tornando cada vez más serpenteante, con continuos abismos y panorámicas de quitar el aliento. Hubo un momento en que nos detuvimos a comprar duraznos y fotografiar a unos amables campesinos que los seleccionaban y ensacaban al borde del camino. Algunos perros flacos los acompañaban, cubiertos de un pelaje espeso que me hizo recordar la piel de un oso, sin duda, un mecanismo de adaptación desarrollado para protegerse del frío de esas alturas.
Media hora después estábamos en el cruce de caminos que lleva al poblado de Pojo, a 2300 metros de altitud y a una distancia de 193 kilómetros de Cochabamba. En algunos tramos la carretera aún tenía rastros del asfalto de sus épocas de gloria, cuando la única vía de acceso entre Santa Cruz y el resto del país era ese camino.
Algunos kilómetros más adelante pasamos por un caserío llamado con justicia Valle Hermoso, ya que evocaba un escenario de cuento de hadas, con pequeñas casas que parecían de muñecas y huertas de papas, habas y repollos. La tarde empezaba a caer con gran velocidad y nos dimos cuenta de que la noche se aproximaba.
Texto: Luca Spinoza
Fotos: Mario Friedlander
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